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martes, 3 de junio de 2014

Desencuentro del Obelisco- propuesta lúdica en literatura

Quería hacer un viaje, un viaje al Obelisco, estaba seguro de que llegaría rápido, puesto que con el fin de semana largo de 6 años, la ciudad de Buenos Aires estaría casi vacía. Me tomé el subte, también detenido en el tiempo, sin gente.En una parada leí "Convención estelar". Sin pensarlo demasiado me bajé.
 "Hola, soy Juan Carlos, tu compañero cósmico" me dijo un tipo que me esperaba en las escaleras; era gordo, tenía rulos fucsias que combinaban con su tu-tú y bigote (mal decolorado).  "Para empezar voy a buscar tu equipaje" me dijo, estuve a punto de decirle que no tenía pero él se apresuró a recogerlo. Abrió un fuerte de almohadas en el que había una jaula y en ella un espectro flacucho, más bien escuálido, con su labio superior muy delgado y el inferior carnoso cual morcilla vasca, pero de un color pálido cuasi amarillento. Yo me limité a observar con extrañeza, sin hacer preguntas.
Cuando por fin llegamos a la convención Juan Carlos me dijo "Desde acá vos solito, alimentalo cada 6 u 8 horas (refiriéndose al pasajero de la jaula), por allí hay una boletería. Tomá, con esto te va a alcanzar" Hizo gesto de que me iba a dar algo, con confianza extendí la mano y de alguna manera no me sorprendió que me diera una plastilina multicolor. "Suerte pibe, no la pierdas" Se fue.
Con mi jaula me acerqué a la boletería y para mi sorpresa era ella, la profesora de geografía con quien me la lleve en la secundaria. ¿Se acordaría de mí?

 -María Amanda- le dije con tono superado.
 -La misma, y usted señor... disculpe, no le reconozco- respondió con tono de incomodidad. Estaba a punto de decirle, cuando caí en cuenta de que yo tampoco sabía quién era, entonces fui corriendo hasta un espejo: me toqué la cara, hice gestos raros y serios también, me mostré los dientes; no hubo caso, no pude reconocerme, tampoco recordar mi nombre ni el motivo de mi visita. Al principio quise llorar, pero las lágrimas no salían, así que me recompuse y decidí inventar un hombre: yo sería quien quisiera, cuando quisiera, para quien quisiera. Volví calmado.
-Soy...-aclarando mi voz- en verdad no puedo decirlo, resulta que estoy de encubierto en una misión ultra secreta- (dije con tono convincente). 
-Oh... bueno, en ese caso deje su equipaje y sea bienvenido- respondió y de inmediato me guiñó el ojo. 
-Muchas gracias- avancé, y con un gesto amable me despedí.
Había muchos puestos que podían interesarle a uno: En un costado, dos siamesas de japón, unidas por el brazo derecho de una y el izquierdo de la otra, estaban desnudas y bañadas en purpurina. Atadas con cadenitas apretadas, tan apretadas que parecían tatuajes, dejando a la vista su hombros, sus tobillos y un poco de sus senos, aparte de sus delicadísimos rostros. Era tan hermoso y horrible a la vez. Se ve que no conocían el idioma, pues balbuceaban unas pocas palabras y sonidos sin sentido. Arriba de ellas, un cartel que decía: "Japonesitas a 10 centavos" traté de acercarme con la plastilina que me dio Juan Carlos, pero ellas me rechazaron escupiéndome y vociferando en japonés, agradecí no entender.
En otra esquina había un niño medio mono que se trepaba a las paredes con su cola (la única parte de primate a la vista) y que cantaba con una tonadita pegadiza "Patatas de Gokūson las que quieres tú" y no se qué otra cosa. Seguí caminando y me topé con un viejo que gritaba algo que despertó mi curiosidad "¡Ármese usted mismo! ¡Entre al cráter y ármese usted mismo!" Le pregunté cómo iba la cosa y lo que entendí a medias fue: Él desarmaba tu cuerpo y metía tu alma en un cráter donde yacían tus partes escondidas. Si para el momento del eclipse no encontrabas todas, te quedarías así para siempre y él con tu alma. De lograr armarte completamente, conservabas tu alma y liberabas 6 más. El viejo lo llamaba " El rompecabezas humano", accedí a jugar, puesto que no tenía nada que temer (hace rato había empezado a sospechar que era un sueño).
Al principio fue fácil, pero a medida que el tiempo pasaba, las partes estaban mejor escondidas, empecé a asustarme cuando el eclipse comenzó y aún no encontraba mis orejas. Las busqué sin cesar, maldiciendo y lamentándome. Pero cuando quise darme cuenta estaba encerrado en un reloj lleno de cuerpos destruidos, con costras blancas grisáceas; entes a medio armar llorando, sangrando, gritando con sus gargantas rajadas y sus ojos derretidos. Y el segundero comenzó a violentarme y a golpear mi mente, a delirarme cada segundo, de cada minuto, de cada día, por toda la eternidad. 

Clara.González.Casella

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